Muchas veces me sorprendo de ver como el ser humano es capaz de extender su conocimiento de forma constante, descifrando muchos de los enigmas que durante siglos permanecieron ocultos. No hay nadie que venga a enseñarnos el porqué de las cosas. Para poder saber, tenemos que plantearnos preguntas y luego buscar sus respuestas. La ciencia ha avanzado mucho en los últimos 100 años, tantos que en ocasiones te cuestionas si es cierto que lo hemos descubierto todo nosotros solitos.
Sin embargo, en esta reflexión me gustaría poner el foco no en nuestra capacidad de aprendizaje sino en el motor que nos mueve a ello. Y ese no es otro que la maravillosa curiosidad. Ya venimos equipada con ella desde que nacemos. Es innata y desde niños, ya comenzamos a sentirla intensamente en nuestro interior. Recuerdo muy bien como todas mis sobrinas llegaron a la fase en la que algo dentro de ellas les impulsaba a querer saber más. El fuego del saber recorría sus venas y se manifestaba con la pregunta ¿Y esto por qué? ¿Y aquello por qué? Incluso en algunos momentos, hasta podía llegar a ser muy cansado resolver un porqué detrás de otro. En ocasiones, han sido capaces de llevarme a un punto en el que ya no tenía una respuesta que darles porque mi conocimiento había llegado a su límite.
Desde que tengo uso de razón, he podido ver como la curiosidad empujaba a las personas a embarcarse en arduos proyectos en los que después de mucho trabajo, alcanzaban una fracción de nuevo conocimiento que para la mayoría de seres humanos, podría verse como insignificante, pero que para ese investigador en concreto, suponía una inmensidad.
Todo esto me lleva a pensar que por alguna razón, una de nuestras tareas a llevar a cabo en este mundo, es la de alcanzar el saber. Y para ello, no podemos apagar el fuego que alimenta nuestra curiosidad porque sin ella, habremos perdido una de las partes que nos convierte en seres humanos.